Basado en hechos reales: jueces, magistrados y ministros, un peligro para México

Por Enrique Pons Franco

En una democracia saludable, cada institución juega un papel crucial para mantener el equilibrio y garantizar la justicia. El Poder Judicial, a pesar de sus desafíos, es un pilar fundamental de nuestra libertad. Es imperativo que se preserve la estabilidad de estos guardianes de la Constitución.

Por ello, el Poder Judicial es un peligro para cualquier democracia que se precie de ser medianamente civilizada, más si se trata de la mexicana. Sí, ese que en el caso de nuestra Constitución, consolida el Supremo Poder de la Federación junto al Legislativo y Ejecutivo. Ese Poder que es más de los 11 ministras y ministros que conforman el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; siete consejeras y consejeros de la Judicatura Federal y los integrantes del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

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Es un riesgo porque integra a mil 635 juezas y jueces de Distrito, magistradas y magistrados de Circuito; 7 mil 717 secretarios; 24 mil 724 abogadas y abogados con funciones de apoyo jurisdiccional y 4 mil 92 servidores públicos en funciones de apoyo administrativo, distribuidos en 932 órganos jurisdiccionales, que en su conjunto son los encargados de darnos a todas y todos los mexicanos —incluso, a quienes nacieron más allá de nuestras fronteras— justicia constitucional, civil, penal, administrativa, laboral, agraria, mercantil, tributaria, y de acceso a la información pública, entre otras. Dicho sea de paso, todos independientes entre sí en sus jurisdicciones para dictar sus determinaciones. Vaya peligro para una democracia.

Son esos mismos peligrosos juzgadores y juzgadoras, guardianes de la Constitución y de los tratados internacionales de los que México forma parte, quienes han dictado sentencias emblemáticas cuando se trata de proteger nuestros derechos humanos, cuando de leyes contrarias a la Ley Fundamental se trata. Los mismos que dictaron resoluciones para obligar a las autoridades sanitarias a aplicar las vacunas contra la Covid-19 a nuestras niñas y niños; los mismos que han ordenado dotar de tratamientos contra el cáncer a pacientes que lo padecen; los mismos que han resuelto ordenar a los bancos devolver dinero robado a los cuentahabientes por hackers; o los mismos que han ordenado a las aseguradoras incorporar en sus pólizas a niñas y niños con discapacidades.

Son un peligro, claro está, a nadie le debe caber la menor duda. Hay que lastimarlos donde más les duele, agredirlos hasta que entiendan que no pueden dictar resoluciones en las que se ordene al Senado de la República integrar debidamente con todos sus consejeras y consejeros al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales; pero que además, mediante esas sentencias, le permiten por ahora, seguir funcionando para resguardar nuestro derecho a saber.

Estas jueces, jueces, magistradas y magistrados federales merecen todo nuestro desprecio. Lo merecen aún y cuando algunos han pagado con sus vidas, con su seguridad personal y familiar, dictar sentencias al tratar de sostener, aplicando la ley, nuestro ya de por sí lastimado Estado derecho. No son dignos de tener una vida decorosa, hay que acabar con ellos.

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No importa que las jornadas de trabajo, para la gran mayoría de quienes allí laboran, sean de 25 horas, ocho días a la semana, los 366 días al año, para tratar de impartir justicia en un promedio de casi 100 mil asuntos que ingresan por año a los órganos jurisdiccionales que integran ese insensato Poder Judicial federal. Nada cuenta que en esos tiempos alguien tenga que velar por el cuidado elemental de sus hijas e hijos.

Ni qué pensar del peligro que representa el que exista una jurisdicción electoral especializada —conformada por servidores públicos con un alto nivel de formación— para proteger nuestro derecho de votar o ser votados. Esa misma, que cada tres o seis años, es visible por las resoluciones que dicta, pero que entre esos periodos de tiempo, resuelve asuntos sin importancia, tales como garantizar la paridad de género entre hombres y mujeres al contender a cargos de elección popular; o sancionar a aquellos hombres que realizan expresiones discriminatorias contra mujeres. La misma que ha otorgado a los últimos presidentes de la República sus respectivas constancias de presidentes electos e igualmente poniendo punto final, en las elecciones de gobernadoras y gobernadores; alcaldes y alcaldesas; senadoras y senadores; diputadas y diputados federales o locales.

Pero además son peligrosos por una razón fundamental. Son abogadas y abogados que para llegar a ocupar el primer eslabón visible de la cadena judicial —pensemos en un actuario— deben estudiar no solamente una licenciatura en Derecho, sino además cursos de formación, maestrías, doctorados, y todo aquello que les permita ser mejores aplicadores e intérpretes de la ley. Casualmente, el único de los tres poderes de la Unión en donde es indispensable contar con un título profesional para poder trabajar allí, y que obvias razones, dada la especialidad de sus funciones, no es electo (ni debe serlo), por el pueblo. Para tener más conflictos electorales, nos sobra con los que se originan en los otros dos poderes.

Son un peligro, porque amén que podamos estar de acuerdo o no con las resoluciones que dictan; que sus funcionarios nos puedan caer bien o mal; que los queramos u odiemos; que hayamos tenido o no que litigar ante o en contra de ellos, son el entramado institucional que nuestra Constitución tejió para darnos ese bien intangible tan elemental llamado justicia, tan deseada y en ocasiones tan distante, fría y lejana de quienes la reclaman.

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Debemos recordar que un ataque a la integridad de nuestros jueces es un ataque a nuestra propia libertad y al corazón mismo de nuestra democracia. Tampoco debemos olvidar que la justicia es la base de cualquier sociedad civilizada. Cuando atacamos a quienes se dedican a su servicio, no sólo socavamos su trabajo, sino que también debilitamos los cimientos de nuestra nación.

El Poder Judicial, sí, con sus errores y perfectible mediante el uso de las herramientas que brinda la ciencia jurídica, es esencial para la resolución pacífica de conflictos y la protección de nuestros derechos, pues la lucha por la justicia es una lucha que todos debemos abrazar. Aquellos que se dedican a impartir justicia en nuestros tribunales enfrentan desafíos y riesgos considerables y debemos estar con ellos, proteger su labor y valorar su sacrificio. Sólo así, garantizaremos que nuestros principios de justicia y equidad continúen siendo el faro que guía nuestra sociedad hacia un futuro mejor.

En conclusión, si llegaste hasta aquí, debes haberte dado cuenta que el Poder Judicial federal es un peligro, queda en ti, amable lector, determinar para quiénes, cuándo, dónde y por qué. Mientras tanto, te espero en X (antes Twitter) como @enrique_pons.

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