“Todo estaba muy caliente, creímos que íbamos a explotar”; así se vivió el colapso de la Línea 12

Foto: Reuters

Por: Eduardo Bautista

Lunes 3 de mayo.

10:30 pm. Jonathan está a dos estaciones de su casa. Como casi todos los que van sentados a su lado, dormita. Fue una jornada ardua: un día más de trabajar como mesero en Polanco. De pronto, un movimiento tipo búmeran lo despierta. Abre los ojos. Su cara se estampa contra algo. Todo, a su alrededor, es negro. Sólo sabe que va en picada.

10:31 pm. El señor Félix acomoda sus jugos en el refrigerador de su Tienda Los Olivos. Le quedan pocos. Desde que comenzó la pandemia, vende más. A un lado de su miscelánea está el Hospital de Especialidades Belisario Domínguez: el lugar ideal para que los familiares de pacientes covid compren sus productos. De repente, su rutina es interrumpida por un estruendo. “Creí que estaba temblando”, dice. Pero no. Era el metro. Toneladas de acero y cemento caían sobre avenida Tláhuac, al oriente de la Ciudad de México. Don Félix también se queda a oscuras, igual que toda su colonia. “Yo siempre dije que se iba a caer esa chingadera”, reconoce. “Lo peor es que ahora me va a bajar la clientela”.

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10:35 pm. En el grupo de WhatsApp que comparten altos funcionarios del gobierno de la Ciudad de México llegan las primeras imágenes de un colapso en la estructura de la Línea 12 del Metro. Toma el mando de la situación el secretario de gobierno capitalino, Alfonso Suárez del Real. La jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, anuncia que va en camino al lugar del siniestro. Son las dos figuras más fuertes de la izquierda en la capital mexicana y fundadores del PRD, el antiguo partido del presidente Andrés Manuel López Obrador y de Marcelo Ebrard, quien durante su administración impulsó la construcción de esta línea, la más costosa en la historia del Metro. Su construcción costó al erario 26 mil millones de pesos. Según ha reconocido el Sistema de Transporte Colectivo (STC), cada año se invierten hasta 200 millones de pesos en reparaciones y actualizaciones de la que muchos decidieron bautizar como «la línea dorada».

10:47 pm. Las ambulancias se escuchan por toda la ciudad. Incluso a una hora de ahí, en Polanco, donde hasta hace unas horas trabajaba Jonathan antes de quedar colgado de un tubo que le marcó la mano como a una res. “Todo estaba muy caliente, creímos que iba a explotar”, recuerda. En Twitter, Sheinbaum escribe que está a punto de llegar al lugar de la tragedia. 

11:31 pm. Tláhuac es un campo de guerra. Las ambulancias no paran de llegar. La Guardia Nacional forma un perímetro. Los soldados y los marinos bajan de sus vehículos. La orden es clara: aplicar el Plan DN-III. Un hombre grita de dolor sobre una camilla; su fémur se asoma por su pantalón. Los paramédicos de la Cruz Roja lo trasladan, corriendo, al Hospital Belisario Domínguez, que está a unos metros del punto del derrumbe. Pero los vecinos que se han acercado a husmear y a tomar fotografías estropean el paso de la camilla. “¡Retírense, chingada madre, que esto se va a volver a caer!”, grita una paramédica. 

11:45 pm. La línea dorada ya no es dorada: es un fierro viejo. Uno que, de vez en vez, se mece como péndulo. La tragedia es un espectáculo para muchos. Los curiosos insisten con sus celulares. Un joven sube a Instagram una historia. “No mames, güey, sí está bien mamón”, le dice a otro. Un policía les ordena retirarse, sin éxito. Los curiosos son muchos, demasiados, más que los que sí están llorando, gritando, berreando porque nadie les informa dónde está la lista de víctimas. Una mujer, que dice llamarse Wendy, contesta su teléfono. Es un paramédico. O un rescatista. No lo sabe. Le dicen que su hermano va rumbo al Hospital Magdalena de las Salinas en una ambulancia. “¡Pásemelo!”, le implora la mujer. “¡Sólo pásemelo!”, insiste. Pero cuelga. La voz al otro lado del teléfono le comunica que su hermano está inconsciente.

11:50 pm. El gobierno de la Ciudad de México confirma que hay 13 muertos y cerca de 50 heridos. Claudia Sheinbaum asegura que el colapso fue provocado por la caída de un trabe. Usuarios en redes sociales comparten imágenes de las estructuras de cemento que sostienen a la Línea 12. Pero no de hoy, sino de hace meses. Desde que se inauguró poco después de las elecciones presidenciales de 2012 ­—en las que ganó el ex presidente Enrique Peña Nieto sobre Andrés Manuel López Obrador—, la línea dorada del Metro presentó fallas. A dos años de su apertura, la línea suspendió sus operaciones el 12 de marzo de 2014 por “problemas de construcción”. El gobierno sólo quiso reanudar su funcionamiento hasta que se realizaron “los estudios, correcciones y mantenimiento necesarios para resguardar la seguridad de los usuarios”, según informó el STC en aquel momento.

11:55 pm. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, escribe un mensaje en su cuenta de Twitter. Sostiene que deben investigarse las causas para deslindar responsabilidades y que está a la disposición de las autoridades para todo lo que sea necesario. Hace casi 10 años, él inauguró esta línea entre notas del himno nacional y aplausos del ex presidente Felipe Calderón. Él se subió a estos vagones que hoy son un panteón. Ebrard, la mano derecha del presidente López Obrador, no podía cerrar su mandato en la Ciudad de México sin antes inaugurar su obra insigne. Aquella tarde del 30 de octubre de 2012, Ebrard pasó su tarjeta por el lector de los torniquetes, sólo después de Felipe Calderón. Las cámaras los captaron sonrientes. A ellos y a los otros primeros pasajeros de la línea dorada: Miguel Ángel Mancera, Mario Delgado, Miguel Barbosa, Manuel Mondragón y Kalb, Armando Ríos Piter, Bernardo Quintana. Hoy, los pasajeros están en el hospital. O en la morgue. 

Martes 4 de mayo.

12:07 pm. La policía está nerviosa. Los cordones ya no son suficientes para que la gente se aleje de la zona. En camiones, llegan vallas metálicas. La gente se arremolina cerca del área del desastre. Un grupo de rescatistas tiene una lista con los nombres de las personas fallecidas o heridas. Sobre ellos recae toda la atención. Un anciano lucha por que lo escuchen; grita el nombre de su hijo, a quien esperaba desde las 10 de la noche. Otra señora, Marcelina Rodríguez, toma un video. Le quiere informar a sus hijos que está bien, que sí venía en el metro pero que, “gracias a Dios”, la libró. En ese momento, se escucha un sonido agudo, como si un gigante rechinara los dientes. Después, un crujido. “¡Corran, que se viene encima!”, grita alguien entre la multitud. Comienza la estampida. Algunos se refugian bajo o dentro de los puestos de comida que están sobre avenida Tláhuac. Otros sólo corren. Hay niños, jóvenes, adultos, ancianos. El estruendo se hace más fuerte. Aunque quizás no más que los gritos ahogados de quienes creen que van a morir ahí, aplastados por toneladas de concreto.

12:15 pm. Ahora los que llegan por montones son los camiones de bomberos. José Manuel Rojas, director de Protección Civil y Bomberos de Valle de Chalco, advierte que el riesgo de un tercer derrumbe es real. Hace unos minutos habló con “los arquitectos”, quienes le dijeron que la grieta original no está en el lugar del colapso, sino en otro punto, más cercano a los torniquetes de la estación Olivos.  Tiene la orden de desalojar el área. Las ambulancias llegan por las calles aledañas. Son decenas, provenientes de Chalco, Naucalpan, Amecameca. Los cuerpos siguen saliendo de los vagones. La gente llora. Grita. Maldice. Corre hacia las camillas, implorando que la persona que vaya sobre ellas no sea su hijo, su hija, su esposo, su esposa, su hermano, su hermana. La gasolinera Hidrosina suspende operaciones ante el temor de otro derrumbe y una posible explosión. La luz vuelve a irse. Todo es oscuridad y sirenas. Dolor y desesperación. Parece que otra vez es 19 de septiembre.

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01:00 am. Dos hombres atraen la atención de la prensa. Las cámaras de televisión los iluminan. Uno de ellos, que dice llamarse Efraín Juárez Calzada, asegura que su hijo está muerto bajo una viga de concreto. Y dice que su esposa es diabética y va rumbo al hospital. Cuando le preguntan el nombre de su hijo fallecido, proporciona dos nombres distintos. Ninguno de los apellidos que menciona coincide con el suyo: Juárez.  Frente a los reporteros que transmiten en vivo, achaca el accidente directamente a Marcelo Ebrard. Y a Morena. “Todo el trabajo que hicieron estuvo mal”, asegura. Otro hombre sale de la nada y lo apoya: “Reporteros: aquí está el hecho de lo que está pasando. Son consecuencias del mal acto que hicieron”. Otros más, por separado, empezaron a gritar: “¿Y qué partido tuvo la culpa?”. Las respuestas de la multitud no se hicieron esperar: “¡Marcelo Ebrard!”, “¡Morena!”, ¡AMLO!”… En 32 días, México tendrá las elecciones más grandes de su historia. Un momento clave para que el presidente López Obrador conserve la mayoría de su partido en el Congreso. 

01:30 am. La zona ya está casi vacía. Sólo hay prensa, unidades de emergencia y cuerpos de seguridad. Un grupo de adolescentes inhala thiner y fuma mariguana al lado de la Guardia Nacional, que espera instrucciones. Muy cerca de aquí, en la colonia Conchita Zapotitlán, hace cuatro años, se realizó el primer gran operativo de la Marina contra el narcotráfico en la Ciudad de México, que se creía un oasis en medio de la guerra contra el crimen organizado que ha dejado más de 200 mil muertos en todo el país desde 2006. Muy cerca de estas toneladas de escombros, los marinos asesinaron a El Ojos, exlíder del Cártel del Tláhuac, un grupo delictivo creado por el cártel de los hermanos Beltrán Leyva para controlar la venta de drogas en el sur y el oriente de la ciudad.

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1:40 am. Simón Hernández, vecino de la colonia Zapotitla, bebe el último trago de su Coca-Cola. Dice que estaba a punto de cruzar los torniquetes de la estación Tezonco cuando sintió cómo el piso se levantaba. Por el tipo de estruendo que escuchó, no le costó trabajo intuir que se trataba de un derrumbe. Algo sabe de construcción: es albañil desde hace 20 años. “Desde hace como tres meses estuve trabajando allá por los Indios Verdes, entonces tomaba esta línea casi diario. Pero luego luego me di cuenta que se mecía el puente del metro elevado, el área de la ballena, y no hay que ser ingeniero o arquitecto para saber que eso está mal.  Un día le dije a mi esposa que esto iba a valer madres. Y mira, aquí está la sorpresa. ¿Ahora a quién le echamos la culpa?”.

2:00 am. Don Simón sigue aquí. Sus manos callosas sostienen un cigarro President, una imitación de Marlboro que contiene más aserrín que tabaco. A lo lejos, observa el metro caído. Sus ojos, rojos como las luces de las ambulancias, lucen decaídos. No porque sus familiares estuvieran en los vagones o en los hospitales, sino porque esta noche ya no llegó a la obra para la que lo habían contratado en Tecamachalco. Iban a pagarle unos 300 pesos por día porque el trabajo era de noche. Pero el metro arruinó su primer día. Está seguro que no volverán a llamarle. Para mucha gente, esta es su única opción de movilidad en una ciudad de más 10 millones de habitantes, donde la pobreza, no pocas veces, se mide en viajes del metro, ese lugar donde, diría Carlos Monsiváis, la metrópoli mira sin mirar hasta convertir el resentimiento en un susurro.

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